Artículo cedido expresamente por la autora para Ciudad de Mujeres
El primer tercio del siglo XX es sin duda el momento en el que por primera vez en la historia de España las mujeres se incorporan de forma masiva al trabajo remunerado, colaborando así al inexorable proceso de modernización de la economía española. A partir de los años veinte, el feminismo español comenzó a añadir demandas políticas a las reivindicaciones sociales. En 1918 en Madrid se crea la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME), formada por mujeres de clase media, maestras, escritoras, y universitarias que planteaban ya claramente la demanda del sufragio femenino. Comienzan a participar en la enseñanza superior, en la creación de la ciencia, en la cultura, en la vida política y en profesiones hasta entonces vedadas a su sexo: arquitectas, ingenieras, aviadoras, periodistas. Aun así, conviene destacar que en el censo de 1930, se registraba que el 44,4% de mujeres eran analfabetas en España.
Cuando se instaura la II República, en abril de 1931, la corriente de pensamiento democrático que en ella participará llevó a una revisión de las leyes discriminatorias y a la concesión del sufragio femenino, siendo el proceso bastante complejo y paradójico. Era opinión general, tanto en los partidos de izquierda como de derecha, que la mayoría de las mujeres, fuertemente influenciadas por la Iglesia católica, eran profundamente conservadoras, por lo que su participación electoral devendría inevitablemente en un fortalecimiento de las fuerzas de derecha. Este planteamiento llevó a que importantes feministas como la socialista Margarita Nelken (1898-1968) y la radical-socialista Victoria Kent (1897-1987), que habían sido elegidas diputadas a las Cortes Constituyentes de 1931, rechazaran la concesión del sufragio femenino. Clara Campoamor (1888-1972), también diputada y miembro del Partido Radical, asumió una apasionada defensa del derecho de sufragio femenino. Argumentó en las Cortes constituyentes que los derechos del individuo exigían un tratamiento legal igualitario para hombres y mujeres y que, por ello, los principios democráticos debían garantizar la redacción de una Constitución republicana basada en la igualdad y en la eliminación de cualquier discriminación por razón de sexo. Al final triunfaron las tesis sufragistas por 161 votos a favor y 121 en contra. En los votos favorables se mezclaron diputados de todos los orígenes, movidos por muy distintos objetivos. Votaron «sí» los socialistas, con alguna excepción, por coherencia con sus planteamientos ideológicos, algunos pequeños grupos republicanos, y los partidos de derecha. Estos últimos no lo hicieron por convencimiento ideológico, sino llevados por la idea, que se demostró errónea, de que el voto femenino sería masivamente conservador.
La Constitución republicana no sólo concedió el sufragio a las mujeres sino que todo lo relacionado con la familia fue legislado desde una perspectiva de libertad e igualdad: matrimonio basado en la igualdad de los cónyuges, derecho al divorcio, obligaciones de los padres con los hijos... y la ley del divorcio (1932), que supuso otro hito. El régimen republicano estaba poniendo a España en el terreno legal a la altura de los países más evolucionados en lo referente a la igualdad entre los hombres y las mujeres. Tanto desde las filas socialistas como desde las conservadoras, aunque siempre con matices y diferentes grados de entusiasmo, se oyen voces partidarias de un nuevo tipo de mujer, que viste y se comporta de acuerdo con las pautas vigentes en otros países europeos. En un país con un patriarcado tan arraigado, era, sin duda, demasiada audacia, pero el sentimiento general era el de vivir una nueva época.
La campaña electoral de 1933 fue utilizada tanto por la derecha como por la izquierda en un claro intento de manipular a las mujeres. Los lemas: «Que no pese sobre la mujer la derrota de la derecha» o «Madres, que vuestros hijos no piensen que su falta de libertad se debe a que sus madres no consiguieron liberarlos» eran un claro chantaje hacia las mujeres de uno u otro bandos. Feministas y republicanas se negaron a dar consignas de voto: el derecho al sufragio era una victoria, y se interesaron por la política interior con tareas a largo plazo tales como salud, enseñanza o la paz internacional. A estas mujeres se deben las primeras denuncias contra el nazismo y los campos de concentración. El Komintern, ese mismo año, reorganiza el Partido Comunista de España, con Pepe Díaz a la cabeza, y aparece arrolladora Dolores Ibárruri participando con las comunistas españolas, en agosto en París, en el Congreso Antifascista y organizando en septiembre las primeras manifestaciones en España.
Los acontecimientos del verano de 1934, con las mujeres de Andalucía y Euskadi organizando manifestaciones y motines por la apropiación del pan, dentro de la terrible crisis, culmina con la huelga general de octubre, que fracasó en casi todo el país, pero que en Asturias desarrolló una revolución, en la que las mujeres participaron en la lucha integrando comités y empuñando las armas. La actitud ante esta revolución de las mujeres de tendencias de izquierdas fue inequívoca: denunciaron la represión y las mentiras de la versión oficial, tanto desde fuera de España en el exilio (Margarita Nelken), como desde dentro, donde Victoria Kent, Clara Campoamor, Dolores Ibárruri, y muchas otras, organizaron Pro Infancia Obrera para salvar de la muerte a los niños asturianos. También se observa entre las oficialistas actitudes incomprensibles en el feminismo, como la de pedir la pena de muerte para los revolucionarios.
Los partidos de izquierdas se unieron como una piña ante la represión de Asturias firmando el programa del Frente Popular. En 1936, en su propaganda electoral, la desgracia de las mujeres asturianas se convirtió en un símbolo y los discursos de Pasionaria tejían la cadena de las revoluciones marxistas, desde la Comuna de París hasta Asturias en Octubre de 1934.
La guerra civil española no paralizó los progresos culturales y legislativos, se legalizaron las uniones libres, las mujeres se incorporaron a la industria de la guerra y la ministra de Salud, Federica Montseny, en 1936, consigue que se legalice el aborto, reparando un inaceptable olvido. La historia de las milicianas es también digna de mención, muchas muertas en combate. Los partidos y sindicatos debatieron de forma desgarradora si las mujeres debían estar en la vanguardia o en la retaguardia. En el verano de 1936 las mujeres participaron en las milicias igual que los hombres, pero ya en otoño fueron enviadas a retaguardia. La Unión de Muchachas defendió Madrid durante los tres años de sitio, luchando también por la emancipación de las mujeres; Mujeres Libres, anarquistas, organizaron la retaguardia en Cataluña; y la Asociación de Mujeres Antifascistas (AMA), bajo la dirección de Pasionaria, organizó a las mujeres en las fábricas, siendo denominador común de todas que lo público y lo privado era indisociable.
La República, en tan corto período, supuso, sin duda, un avance espectacular para la mujer, al menos en el plano legal. Se vivió en tiempo récord bajo una legislación avanzadísima, algunas mujeres, como las asturianas, vivieron una revolución, y casi todas la guerra, las menos la guerrilla. Las que sobrevivieron y no pudieron o quisieron huir, la represión franquista. Pocos años de régimen republicano, grandes avances: ésta es la historia, no la olvidemos. Todos los regímenes «democráticos» no son iguales. A las pruebas nos remitimos.
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